sábado, 18 de abril de 2009

Parapente

A veces siento que puedo llevarme el mundo por delante, hacer lo que quiera, decir lo que sienta, opinar lo que piense. Sin embargo, cuando voy corriendo por la montaña rumbo al precipicio, me detengo, aún sabiendo que tengo un gran parapente enganchado de mi espalda que me va a sostener. Saltar es el equivalente a la satisfacción absoluta de haberse animado. Un orgullo propio que, incluso, rosa la egolatría. Entonces cierro los ojos y salto. Vuelo, escucho el silencio y me doy cuenta de que al menos por ese momento me estoy llevando el mundo por delante, estoy haciendo lo que quiero, diciendo lo que siento y opinando lo que pienso. Pero cuando llego al piso y miro para arriba me doy cuenta de que no voy a poder subir a esa montaña de nuevo, al menos no por un tiempo. Miro el cielo, mi pelo despeinado por el viento, mis manos frías. Ya no hay sensación de vacío. Entonces valió la pena.

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